Hace mucho, mucho tiempo, en una adolescencia muy lejana… yo tenía discusiones frecuentes con mis padres sobre horas de llegada, sitios a los que ir y actividades con las que ocupar mi tiempo libre. Era un adolescente reivindicativo de lo que consideraba mis derechos.

Un amigo siempre se reía de mí, discutiendo lleno de justas reivindicaciones y quedándome una y otra vez sin salir por afirmar mi intención de ir a lugares que me tenían vetados. Y siempre me decía lo mismo: “¿por qué les dices dónde vas ? Diles que vas a otro sitio y haz lo que quieras, es lo que yo hago. Si quiero llegar más tarde aparezco compungido, pidiendo disculpas, asegurando que no fue culpa mía y que no pasará más. No tengo ni las discusiones ni los problemas que te buscas tú y mis padres me consideran un hijo modelo.”

Normalmente la historia de mi amigo tendría una segunda parte con la moraleja del cuento, donde aparecen los beneficios de mi postura y los perjuicios de la suya. Así fue en este caso concreto y pensaba contarla, para darle peso a mi defensa de la comunicación honesta con los perros.

Pero debo comunicarme con honestidad también con vosotr@s ;-) : muchos de mi grupo siguieron la táctica de mi amigo y nunca tuvieron problemas, su adolescencia transcurrió por los mismos sitios y con las mismas compañías “inadecuadas” que la mía, pero sin discusiones familiares, enfados ni prohibiciones.

En unos tiempos en los que vemos cómo se retuercen los discursos para validar atrocidades, vemos a la comunicación volverse un juego de eufemismos, trampantojos dialécticos y guerras por el relato, en unos tiempos donde todo tiene una retórica que ataca lo que no comparte igualándolo con la mayor atrocidad y convierte en heroica cualquier acción propia, en estos tiempos merece la pena defender la comunicación honesta -también con nuestros perros- como un valor en sí misma, además de por los beneficios que nos aporte en nuestro entrenamiento.